La guerra comercial iniciada por Estados Unidos bajo el liderazgo del presidente Donald Trump ha escalado con una nueva ronda de aranceles dirigidos a decenas de países, entre ellos aliados estratégicos, potencias emergentes y naciones en vías de desarrollo. Los efectos de estas dinámicas comienzan a impactar el bolsillo de las personas comunes, especialmente en regiones económicamente vulnerables como América Latina.
Según un estudio de la Organización Latinoamericana de Energía (OLADE), el impacto de los aranceles estadounidenses al petróleo puede reducir el Producto Interno Bruto (PIB) regional en un 0.08%. Aunque esta cifra pueda parecer modesta en términos agregados, representa miles de millones de dólares menos circulando en las economías latinoamericanas, con efectos tangibles: menores ingresos fiscales, recortes en inversión pública, aumentos en los precios del transporte, la energía y los alimentos, y, en última instancia, menos empleo.
Esto no es una proyección lejana. En México, el Fondo Monetario Internacional (FMI) estima una contracción del 0.3% en su economía para 2025 como consecuencia directa de las tensiones comerciales con Estados Unidos. Se trata de un país cuyo vínculo comercial con su vecino del norte es vital: más del 80% de sus exportaciones van a Estados Unidos. Cuando se aplican aranceles, las cadenas de suministro se ven forzadas a reajustarse, encareciendo productos y reduciendo márgenes para empresas y trabajadores.
En países como Brasil o Argentina, la situación también se complica. La subida de aranceles al petróleo y al acero, así como las restricciones a productos agroindustriales, encarecen las exportaciones, ralentizan la producción y debilitan el intercambio regional. Si bien esto afecta a las grandes industrias, también son afectados agricultores, transportistas, comerciantes y consumidores, que enfrentan precios más altos y menor disponibilidad de productos esenciales.
Además, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) ha revisado a la baja sus proyecciones de crecimiento regional para 2025, estimando una expansión de apenas 2 %, una cifra insuficiente para reducir la pobreza o enfrentar los desafíos estructurales que ya existen. La guerra comercial entre las dos mayores economías del planeta —Estados Unidos y China—, lejos de ser una simple disputa de liderazgo, está erosionando las bases de la cooperación global que ha sostenido el desarrollo económico de las últimas décadas.
¿Por qué importa esto al ciudadano común en Asunción, Lima o Tegucigalpa? Porque detrás de cada alza en los precios del transporte público, de cada factura eléctrica más costosa, de cada reducción en programas de inversión pública, hay una red de causas entre las que se encuentra esta nueva oleada de proteccionismo. Los aranceles que se imponen en Washington terminan repercutiendo en los mercados regionales, afectando desde el precio del maíz hasta el costo de construir una carretera.
Ante este escenario, América Latina debe actuar con visión estratégica. Es urgente diversificar nuestras exportaciones, invertir en infraestructura logística, desarrollar nuevas cadenas de valor y apostar por la integración regional. También debemos modernizar nuestros marcos fiscales y financieros para estar preparados ante entornos globales más volátiles.
Las decisiones que se toman a miles de kilómetros de distancia terminan afectando directamente la vida de nuestras comunidades. Por eso, más que levantar muros, necesitamos construir estrategias que fortalezcan nuestras economías desde adentro, con visión de largo plazo y pensando siempre en las personas.
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