Opinión
En toda
Latinoamérica, el debate sobre el tamaño y el rol del Estado vuelve a ocupar un
lugar central. La región enfrenta una década marcada por bajo crecimiento,
déficits fiscales crónicos, Estados sobredimensionados y empresas públicas que,
en muchos casos, más drenan recursos que aportan eficiencia o bienestar. En
este contexto, mirar experiencias internacionales de éxito —como las reformas
estructurales de Nueva Zelanda en los años 80 y 90— puede ofrecer un marco útil
para pensar cómo modernizar nuestros Estados sin caer en los errores del
pasado.
El desafío
latinoamericano no es menor. Aunque los países difieren en niveles de
desarrollo, estructura productiva y fortaleza institucional, comparten un
denominador común: un aparato estatal que se expandió más rápido de lo que se
modernizó. En varios países, las empresas estatales operan con déficits,
subsidios permanentes, gobernanza débil y captura política. En otros, la
burocracia se convirtió en una fuente de empleo más que en un instrumento de
servicio público eficiente. Y en muchos, la carga fiscal no puede seguir
expandiéndose sin poner en riesgo la estabilidad macroeconómica.
Esto no
significa que Latinoamérica deba copiar modelos ajenos, pero sí aprender de
ellos. Nueva Zelanda, que hace cuatro décadas enfrentaba una crisis económica
similar a la que hoy aqueja a muchos países de la región —déficit alto,
inflación persistente, empresas estatales ineficientes y mercados rígidos—
logró transformarse mediante un proceso simultáneo de desregulación, reducción
del gasto público y privatizaciones transparentes y competitivas. El resultado
fue un Estado más ágil, servicios más eficientes y una economía más dinámica.
La lección
más relevante para la región no es la privatización en sí, sino el cómo. Nueva Zelanda entendió que privatizar no significa solo vender
activos, sino introducir competencia, profesionalizar reguladores y mejorar la
calidad del gasto público. Sin instituciones fuertes y reglas claras, cualquier
intento de achicar el Estado en Latinoamérica corre el riesgo de repetir los
tropiezos de los años 90, cuando varios países privatizaron sin transparencia
ni planificación, lo que dejó costos sociales y políticos que todavía pesan en
la memoria colectiva.
Un camino
posible para la región
Para avanzar
hacia un Estado más eficiente, Latinoamérica necesita un enfoque gradual,
selectivo y profundamente institucional.
Algunas líneas
estratégicas podrían servir de guía:
1.
Privatizaciones
selectivas, no ideológicas.
El objetivo no
debe ser achicar por achicar, sino liberar al Estado de funciones en las que ha
demostrado sistemática ineficiencia —telecomunicaciones, transporte, logística,
saneamiento— y concentrarse en lo esencial: educación, salud, seguridad y políticas
sociales. Sectores estratégicos como energía o infraestructura pueden optar por
modelos mixtos de participación público-privada, combinando inversión privada
con control estatal.
2.
Reguladores fuertes,
independientes y creíbles.
La región ha
sufrido por reguladores débiles que no lograron garantizar competencia real ni
protección al consumidor. Sin reguladores sólidos, cualquier privatización se
vuelve contraproducente: monopolios públicos son reemplazados por monopolios
privados. La experiencia neozelandesa demuestra que la calidad institucional es
tan importante como la decisión de privatizar.
3.
Competencia y
desregulación inteligente.
No basta con
abrir mercados: hay que hacerlo bien. Sectores como telecomunicaciones,
transporte urbano, energía y servicios digitales requieren marcos regulatorios
modernos que incentiven inversión, reduzcan costos y permitan la entrada de
nuevos actores.
4.
Un Estado más pequeño,
pero más fuerte.
Achicar el
Estado no significa debilitarlo. Significa reorientarlo. La región necesita
Estados capaces de planificar, regular y prestar servicios esenciales con
calidad. Reducir gastos superfluos, eliminar cargos redundantes y
profesionalizar la función pública son pasos indispensables para reconstruir
confianza ciudadana.
5.
Transparencia total para
evitar repetir errores.
Las
privatizaciones latinoamericanas de los 90 dejaron una cicatriz porque se
hicieron sin mecanismos adecuados de control y participación pública. Hoy, la
tecnología permite procesos más abiertos: licitaciones digitales, auditorías en
tiempo real, información accesible y participación ciudadana en cada etapa.
Los desafíos
que no pueden ignorarse
Nada de esto
será políticamente sencillo. La región convive con sindicatos estatales
poderosos, estructuras clientelares arraigadas y una opinión pública
desconfiada —en parte con razón— de cualquier intento de reforma profunda. A
esto se suma el impacto social: la reducción del empleo público o la
eliminación de subsidios generalizados exige políticas de transición,
capacitación laboral y protecciones focalizadas para los sectores vulnerables.
El principal
obstáculo, sin embargo, es político. Reformas de este tipo requieren liderazgo,
consenso y visión de largo plazo. Solo son sostenibles cuando existe acuerdo
entre Gobierno, oposición, sector privado y sociedad civil sobre la necesidad
de modernización.
Una
oportunidad para un nuevo ciclo de desarrollo
Latinoamérica
enfrenta un momento histórico: o moderniza su Estado para hacerlo más ágil,
eficiente y transparente, o seguirá atrapada en un modelo que carga con lo peor
de ambos mundos: Estados grandes pero débiles, mercados abiertos pero poco
competitivos, y servicios públicos caros pero de baja calidad.
Achicar el
Estado —bien hecho, con regulación fuerte, transparencia radical y foco social—
puede ser la pieza que falta para liberar inversiones, dinamizar la
productividad y permitir que los países de la región vuelvan a crecer de forma
sostenida.
No se trata de importar recetas foráneas, sino de construir un Estado
latinoamericano del siglo XXI: más pequeño, pero más estratégico; menos
burocrático, pero más moderno; menos intervencionista, pero más protector.
Un Estado al
servicio de la ciudadanía, no al servicio de sí mismo.
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