En el mundo financiero, pocas cosas resultan
tan relevantes como la capacidad de medir correctamente el desempeño de
nuestras inversiones. No basta con obtener una rentabilidad positiva; lo trascendental
es comprender de dónde provino esa rentabilidad, si se debió a una buena
estrategia, a una adecuada gestión del riesgo, o simplemente a la suerte. En
tiempos de mercados volátiles, donde los portafolios enfrentan constantes
aportes y retiros, aprender a diferenciar entre lo que agrega valor y lo que lo
destruye se convierte en una tarea esencial.
La teoría financiera nos brinda múltiples
herramientas, pero dos destacan por su utilidad práctica: la rentabilidad
ajustada por tiempo (TWR) y la rentabilidad ajustada por dinero (MWR). La
primera responde a la pregunta de qué habría pasado si hubiésemos invertido un
dólar al inicio del período, ignorando el tamaño y el momento de los flujos. La
segunda, en cambio, incorpora el impacto real de las decisiones de aportes y
retiros. ¿Qué significa esto para un inversionista común? Que si invertimos más
dinero justo antes de una caída del mercado, la MWR reflejará una pérdida mayor
que la TWR, evidenciando que el “timing” de nuestras decisiones pesa más de lo
que creemos.
Un buen ejemplo lo encontramos en los fondos
mutuos. Supongamos que un fondo reporta un rendimiento del 10% en el año. Sin
embargo, si un inversionista hizo un gran aporte en el momento menos oportuno -cuando
los precios estaban en su punto más alto-, su retorno personal podría ser
incluso negativo. En este contraste radica la importancia de elegir la métrica
adecuada: el éxito del administrador (TWR) no siempre coincide con el éxito del
partícipe (MWR).
Este debate conecta con otra aspecto clave: la
necesidad de benchmarks. Medir sin comparar es similar a cuando se navega sin
brújula. Una rentabilidad del 10% puede parecer atractiva, pero si el mercado rindió
15%, el desempeño real es deficiente. Por eso, la evaluación relativa nos
protege de falsas percepciones de éxito. En un mundo donde los índices
bursátiles o los portafolios de bonos soberanos están al alcance de cualquier
inversionista a bajo costo, un gestor debe demostrar que su estrategia activa realmente
genera valor.
El campo de la renta fija también ofrece
lecciones valiosas. Aunque comunmente llamamos a los bonos “instrumentos de
renta fija”, la realidad nos dice que están lejos de ser libres de riesgo. La
variación en las tasas de interés puede transformar una inversión segura en una
pérdida inesperada. Tomemos un bono con cupón fijo: si las tasas de mercado
suben, el precio de ese bono cae. Esto fue lo que vivieron los tenedores de
deuda estadounidense en 2022, cuando la Reserva Federal elevó agresivamente las
tasas y los precios de los bonos del Tesoro -considerados los más seguros del
mundo- sufrieron caídas históricas; una clara muestra de que no existe
inversión sin riesgo.
Otro concepto que atraviesa todas estas
discusiones es el arbitraje. En teoría, comprar barato y vender caro sin riesgo
debería ser imposible en mercados eficientes. Sin embargo, la práctica
demuestra que las ineficiencias aparecen, aunque duren poco. Un ejemplo clásico:
si una acción cotiza a distinto precio en dos bolsas, un operador puede comprar
en la más barata y vender en la más cara, obteniendo una ganancia segura. Claro
está, la sofisticación tecnológica de hoy ha reducido la ventana de oportunidad
a milisegundos, pero la lógica permanece. Y esta misma lógica ilumina otra
verdad incómoda: si dos activos que prometen los mismos flujos no tienen el
mismo precio, el mercado se está equivocando. Allí, la Ley de un Solo Precio se
impone como una especie de guardián del equilibrio.
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